martes, junio 09, 2015

Serguéi Yesenin, II

Serguéi Yesenin
Serguéi Alexándrovich Yesenin, también transliterado como Serguéi Aleksándrovich Esenin
Nace en Riazán, 3 de octubre de 1895 – muere en Leningrado, 28 de diciembre de 1925

Fue un destacado poeta ruso. Nació en el seno de una familia de campesinos, en la circunscripción de Kozminsk, distrito de Riazan. Fue reconocido como exponente de la intelectualidad campesina. En la base de la primera poesía eseniniana está el amor por la tierra natal. Por la tierra natal campesina, no por Rusia con sus ciudades, sus fábricas, sus establecimientos, sus universidades, sus teatros, con su vida política y social. La patria para él era su pueblito, los campos y los bosques. En 1921 conoció a la bailarina Isadora Duncan, con quien protagonizó un famoso romance, publicitado como el amor entre el poeta campesino y la diva. Se casó el 2 de mayo de 1922 y viajó con ella por Europa occidental y Estados Unidos. Regresó en mayo de 1923 acosado por el alcoholismo y por la nostalgia por Rusia y luego se divorció. La noche entre el 27  y 28 de diciembre de 1925 se suicidó en el hotel Angleterre de Leningrado. “Sergei Esenin, anudándose dos veces alrededor del cuello el cinturón de la valija que había traído de Europa, empujó el banquito con sus pies y quedó suspendido del lazo, el rostro vuelto hacia la noche azul, la mirada fija en la plaza Isacckievskaia”.

La Confesión De Un Granuja

No todos saben cantar,
no todos pueden ser manzana
y rodar a los pies de los demás.

Esta es la suprema confesión
que puede hacer un granuja.

Ando intencionalmente despeinado
con la cabeza como una lámpara a petróleo.
Me gusta iluminar entre tinieblas
el deshojado otoño de vuestras almas.
Me gusta cuando las piedras de los insultos
vuelan hacia mí, como el granizo de una eructante tempestad.
Entonces sólo oprimo con más fuerzas
la pompa oscilante de mis cabellos.

Con cuánto cariño recuerdo
el estanque invadido por la hierba y el ronco tañido del aliso,
y que en algún lugar viven mi padre y mi madre,
a quienes todos mis versos no les importan un comino,
pero que me aman como al campo y a su propia sangre,
como a la llovizna que en primavera mulle los brotes.
Ellos les clavarían a ustedes sus horquetas
por cada injuria que lanzan sobre mí.

¡Pobres, pobres campesinos!
Seguramente ya están feos y viejos
y aún temen a Dios y las ánimas del pantano.

¡Oh, si pudieran entender
que su hijo
es el mejor poeta de Rusia!
¿Acaso sus corazones no se helaban
cuando sus pies desnudos tocaban los charcos del otoño?

Ahora anda con sombrero de copa
y zapatos de charol.
Pero vive en él, con ímpetus de antaño,
el mismo aldeano travieso.
Desde lejos saluda con reverencias
a las vacas pintadas en los letreros de las carnicerías,
y cuando se cruza con los coches de la plaza
recuerda el olor del estiércol en los campos natales
y está dispuesto a levantar la cola de cada caballo
como la cola de un traje de novia.

Amo mi patria.
¡Amo inmensamente a mi patria!
Aunque exista en ella la tristeza y la herrumbre de los sauces.
Me gustan los hocicos fangosos de los cerdos
y las voces estridentes de los sapos en el silencio nocturno.
Estoy enfermo de recuerdos de infancia.
Sueño con la humedad y la niebla de las tardes de abril.
Como queriendo entibiarse
nuestro arce se encuclilló ante la fogata del ocaso.
¡Cuántos huevos robé de los nidos, como las comadrejas
trepando de rama en rama!
¿Será el mismo con su cima verde?
¿Será como antes tan dura su corteza?

¿Y tú, mi querido,
mi fiel perro overo?
La vejez te ha puesto gruñón y ciego
y vagas por el patio arrastrando tu cola caída,
tu olfato ya no distingue el establo de la casa.
Cuán queridas me son aquellas travesuras
cuando hurtaba pan a mi madre
y lo mordíamos por turno
sin sentir asco uno del otro.

Soy el mismo de antes
y mi corazón es el mismo.
Los ojos florecen en el rostro como azulíes en el centeno,
y al extender las esteras doradas de mis versos
quisiera decirles mis palabras más tiernas.

¡Buenas noches!
¡Buenas noches a todos!
La guadaña de la aurora ha enmudecido
sobre la hierba del crepúsculo...
Siento unas ganas enormes
de mirar la luna desde la ventana.

¡Luz azul! ¡Es tan azul la luz!
En este azul ni siquiera morir importa.
¡Qué me importa parecer un cínico
con un farol colgando del trasero!
Mi viejo, buen y derrengado Pegaso,
¿acaso necesito de tu trote apacible?
He llegado como un amo severo
a cantar y glorificar las ratas.
Mi cabezota, como agosto,
vierte el vino burbujeante de los cabellos.

Quiero ser el velero amarillo
que va hacia el país adonde todos navegamos.

***

Cesó De Hablar...

Cesó de hablar el bosque rubio 
en su lenguaje alegre de abedul. 
Las grullas que van pasando 
por nadie sienten pesar. 

¿Por quién sentir? Cada uno es un viajero: 
llega, entra y de nuevo deja su hogar. 
El cañamar y la luna sobre la charca azul 
sueñan con los que ya no volverán. 

Estoy solo, de pie ante la desnuda llanura; 
el viento lleva las grullas a lo lejos; 
estoy pensando en mi alegre juventud, 
pero no me lamento de los tiempos idos. 

No me lamento de los años disipados. 
No lamento la blanca flor de mi alma. 
En el jardín arde el fuego del serbal 
sin dar calor a nadie ya. 

No se quemarán los ramos del serbal. 
No perecerá la hierba en la sequía. 
Como un árbol que pierde sus hojas sin quejarse, 
así dejo caer mis nostálgicas palabras. 

Y si el viento de los años las dispersa 
y las rastrilla todas en un montón inútil, 
decid así: que el bosque rubio 
cesó de hablar en su lenguaje tierno.

***

Las Hojas Caen...

Las hojas caen... Las hojas caen... 
El viento gime lento y sordo... 
¿Quién alegrará mi corazón? 
¿Quién lo calmará, amigo mío? 

Con párpados pesados 
miro y miro la luna. 
De nuevo cantan los gallos 
en la quietud sombría. 

El amanecer. Lo azul. Lo matinal. 
Y de las estrellas fugaces la felicidad. 
¿Formularme un deseo cualquiera? 
Pero, no sé qué desear. 

Qué desear bajo la carga de la vida 
maldiciendo mi destino y mi hogar. 
Quisiera ver ahora una buena muchacha 
bajo la ventana. 

Muchacha de ojos azules 
—sólo para mí; para nadie más—
que calme mi corazón 
con palabras y sentimientos nuevos. 

Que bajo esta blancura de luna, 
aceptando mi suerte dichosa, 
no sufra yo con la canción ajena, 
y al ver en otros juventud alegre, 
no me lamente de la mía jamás.

****

Arde, Estrella Mía...

Arde, estrella mía, no caigas. 
Derrama tus rayos fríos. 
Tras la muralla del cementerio 
ya no late ningún corazón. 

Luces con el agosto y el centeno 
y llenas la quietud de los campos 
con el temblor sollozante 
de las grullas que aún no partieron. 

Me alcanza viniendo de lejos, 
quizás del bosque o del cerro, 
otra vez aquella canción 
de mi país, y de mi casa natal. 

Y el otoño dorado 
reduciendo la savia de los abedules 
llora sus hojas sobre la arena 
por todos los seres que amé. 

Lo sé. Lo sé. Dentro de poco, 
ni por mi culpa ni por la ajena 
tendré que tenderme también 
detrás de la negra muralla. 

Se apagará la llama cariñosa 
y se convertirá en polvo el corazón. 
Los amigos pondrán una piedra gris 
con una alegre inscripción. 

Mas yo, pensando en la triste muerte 
así la compondría para mí: 
“Amó a su patria y a su suelo 
como un borracho a su taberna”.