José Antonio Ramos Sucre
(Cumaná, Venezuela, 9 de junio de 1890
- Ginebra, Suiza, 13 de junio de 1930)
Poeta, educador y diplomático
venezolano.
El 13 de junio de 1930 durante un
viaje diplomático en la ciudad de Ginebra, se suicida al tomar una sobredosis
de veronal. Tras un largo tiempo de padecer insomnio, su intención fue producir
su muerte el día que cumplía los 40 años de edad, el 9 de junio, pero su deceso
se produjo 4 días después.
En una de sus últimas cartas, al
referirse a sus dolencias, había escrito: «solamente el miedo al suicidio me
permite sufrir con toda paciencia». Por esas mismas cartas, sin embargo,
sabemos que otro miedo se sobrepuso a aquél: el de perder sus facultades
mentales. Su decisión final, pues, no fue, como ligeramente se ha dicho, «un
acto de extremo repudio a la vida»; habría que verla más bien como la opción de
la lucidez. ¿No era lo que ya estaba inscrito, además, en varios pasajes de su
obra? Una de sus múltiples personas poéticas, que había aprendido en Lucrecio
el trato con la naturaleza imparcial, lo previó así. «Yo había concebido -dice-
la resolución de salir voluntariamente de la vida al notar los síntomas del
tedio, las trabas y cadenas de la vejez». Otra, en un sueño que es como la
experiencia de la post-vida, sabe intuir la llegada de la muerte «a la hora
misma designada en el presagio». ‘El Desesperado’ de uno de sus poemas, luego
de un fallido intento de suicidio, llega a decir: «He sentido el estupor y la
felicidad de la muerte». Ya sea por distintos motivos, son innumerables los
personajes de Ramos Sucre en los que aparece la clarividencia o la vocación
tanáticas (en la mitología griega, Tánato o Tánatos era la personificación de
la muerte sin violencia), aun a veces en un sentido sacrificial.
Entonces
Sueño
que sopla una violenta ráfaga de invierno sobre tus cabellos descubiertos, oh
niña, que transitas por la nevada urbe monstruosa, a donde todavía joven espero
llegar, para verte pasar. Te reconoceré al punto, no me sorprenderá tu alma
atormentada y exquisita, tu cuerpo endeble ni tu azul mirada; he presentido tus
manos delicadas y exangües, he adivinado tu voz que canta y tu gentil andar. El
día de nuestro encuentro será igual a cualquiera de tu vida: te veré buscando
paso entre la muchedumbre de transeúntes y carruajes que llena con su tumulto
la calle y con su ruido el aire frío. La calle ha de ser larga, acabará donde
se junten lejanas neblinas; la formará una doble hilera de casas sin ningún
intervalo para viva arboleda; la harán más tediosa enormes edificios que niegan
a la vista el acceso del cielo. Lejos de la ciudad nórdica estarán para
entonces los pájaros que la alegraban con su canto y olvidado estará el sol;
para que reine la luz artificial con su lívido brillo, lo habrán sepultado las
nubes, cuyo horror aumenta la industria con el negro aliento de sus fauces.
Entonces
y allí será la última hora de esta mi juventud transcurrida sin goces. Habré
ido a experimentar en la ciudad extraña y septentrional la amargura de su
despedida y el desconsuelo de su eterno abandono. Para sufrir el ocaso de la
juventud ya estaré preparado por la partida de muchas ilusiones y el
desvanecimiento de muchas esperanzas. En mi memoria dolerá el recuerdo de
imposibles afectos y en mi espíritu pesará el cansancio de vencidos anhelos. Y
ya no aspiraré a más: habré adaptado mis ojos al feo mundo, y cerrado mi puerta
a la humanidad enemiga. Mi mansión será para otros: impenetrable roca y para mí
firme cárcel. Estoico orgullo, horrenda soledad habré alcanzado. En torno de mi
frente flotarán los cabellos grises, grises cual la ceniza de huérfanos
hogares.
De
lejos habré llegado con el eterno, hondo pesar, el que nació conmigo en el
trópico ardiente y que me acompaña como la conciencia de vivir. Un pesar no
calmado con la maravilla de los cielos y de los mares nativos perpetuamente
luminosos, ni con el ardor ecuatorial de la vida, que me ha rodeado exuberante
y que sólo en mí languidece. Los años habrán pasado sin amortiguar esta
sensibilidad enfermiza y doliente, tolerable a quien pueda tener la única
ocupación de soñar, y que desgraciadamente, por el áspero ataque de la vida, es
dentro de mí como una cuerda a punto de romperse en dolorosa tensión. La
sensibilidad que del adverso mundo me hace huir al solitario ensueño, se habrá
hecho más aguda y frágil al alejarse gravemente mi juventud con la pausada
melancolía de la nave en el horizonte vespertino.
Al
encontrarte, quedaremos unidos por el convencimiento de nuestro destierro en la
ciudad moderna que se atormenta con el afán del oro. Ese día, demasiado tarde,
el último de mi juventud, en que despertarán, como fantasmas, recuerdos
semimuertos al formar el invierno la mortaja de la tierra, será el primero de
nuestro amor infinito y estéril. Unidos en un mismo ensueño, huiremos del
mundo, cada día más bárbaro y avaro. Huiremos en un vuelo, porque nuestras
vidas terminarán sin huellas, de tal modo que éste será el epitafio de nuestro
idilio y de nuestra existencia: pasaron como sonámbulos sobre la tierra
maldita.
***
La
Alucinada
La
selva había crecido sobre las ruinas de una ciudad innominada. Por entre la
maleza asomaba, a cada paso, el vestigio de una civilización asombrosa.
Labradores
y pescadores vivían de la tierra aguanosa, aprovechando los aparejos primitivos
de su oficio.
Más
de una sociedad adelantada había sucumbido, de modo imprevisto, en el paraje
malsano.
Conocí,
por una virgen demente, el suceso más extraño. Lloraba a ratos, cuando los
intervalos de razón suprimían su locura serena.
Se
decía hija de los antiguos señores del lugar. Habían despedido de su mansión
fastuosa una vieja barbuda, repugnante.
Aquella
repulsa motivó sucesivas calamidades, venganza de la harpía. Circunvino a la
hija unigénita, casi infantil, y la persuadió a lanzar, con sus manos puras,
yerbas cenicientas en el mar canoro.
Desde
entonces juegan en silencio sus olas descolmadas. La prosperidad de la comarca
desapareció en medio de un fragor. Arbustos y herbajos nacen de los pantanos y
cubren los escombros.
Pero
la virgen mira, durante su delirio, una floresta mágica, envuelta en una luz
azul y temblorosa, originada de una apertura del cielo. Oye el gorjeo
insistente de un pájaro invisible, y celebra las piruetas de los duendes
alados.
La
infeliz sonríe en medio de su desgracia, y se aleja de mí, diciendo entre
dientes una canción desvariada.
***
El Solterón
El
tiempo es un invierno que apaga la ambición con la lenta, fatal caída de sus
nieves. Pasa con ningún ruido y con mortal efecto: la tez amanece un día
inesperado marchita, los cabellos sin lustre y escasos, fácil presa a la
canicie, menguado el esplendor de los ojos, sellada de preocupaciones la
frente, el semblante amargo, el corazón muerto. Sobre el mundo en la hora de
nuestra vejez llora la amarilla luz del sol, y no asiste a dulces cuitas de
amor la romántica luna. Blancos, fríos rayos de acero envía desde la altura
melancólica. Pasó la juventud favorecida por el astro benéfico en las noches de
ronda donjuanesca.
Desde
hoy preside el desfile de los recuerdos en las noches en que despiertan
pensamientos como ruidos en una selva honda.
Ha
pasado el momento de unirse en amorosa simpatía; hace ya tiempo que con la
primera cana se despidió para siempre el amor, espantado del egoísmo y la
avaricia que en los corazones viejos hacen su morada. Ahora comienza la
misantropía, el odio de lo bello y de lo alegre, el remordimiento por los años
perdidos, la queja por el aislamiento irremediable, la desconfianza de sobrar
en la familia que otro ha fundado. Trabaja, pena la imaginación del soltero ya
viejo, daría tesoros por el retorno del pasado, no muy remoto, en que pudo
prepararse para la vejez voluptuoso nido en regazo de mujer.
La
alegría ruidosa de los niños canta en nuestro espíritu. Castigo inevitable
sigue a quien la desecha para sus años postreros, y es más feliz que todos los
mortales quien participa con interés de padre en ese inocente regocijo, y se
evita en la tarde de la vida la pesarosa calma que aflige al egoísta en su
desesperante soledad. A éste, desligado de la vida, desinteresado de la
humanidad, estorboso en el mundo, lo espera con sus fauces oscuras la tumba.
Fastidiado debe ansiar la muerte, ya que su lecho frío semeja ataúd rígido.
Cuando
descansa en la noche con la nostalgia de amorosa compañía, no le intimida el
pensamiento de la tierra sobre su cadáver. El horror del sepulcro es ya menos
grave que el hastío de la vida lenta y sin objeto. No le importa el olvido que
sigue a la muerte, porque sobreviviendo a sus amigos, está sin morir
desamparado. Quisiera apresurar sus días y desaparecer por miedo al recuerdo de
la vida pasada sin nobleza, como un río en medio a estériles riberas. Huye
también de recordar antiguas alegrías, refinadamente crueles, que engañaron al
más sabio de los hombres, convenciéndolo de la vanidad de todo. Así concluye
pensando el que de sus goces recogió espinas, y vivió inútil. Aún más desolada
convicción cabe a quien ni procreando se unió en simpático lazo con la
humanidad. . . Ahora olvidado, triste, duro a todo afecto el corazón, si
derramara lágrimas, serían lavas ardientes, venidas de muy hondo.
***
La
Tribulación Del Novicio
Bebedizos
malignos, filtros mágicos, ardientes misturas de cantárida no hubieran
enardecido mi sangre ni espoleado mi natural lujuria de igual modo que esta mi
castidad incompatible con mi juventud. Vivo sintiendo el contacto de carnes
redondas y desnudas; manos ligeras y sedosas se posan sobre mis cabellos, y
brazos lánguidos y voluptuosos descansan sobre mis hombros. A cada paso siento
sobre mi frente los pequeños estallidos de los besos. Una mujer con palabras
acariciantes se inclina hasta tocar con la suya mi mejilla.
Su
voz insinúa dentro de mí el deseo como una sierpe de fuego. Todo mi ser está
embargado de fiebre y lo inquieta un loco deseo de transmitirse encendiendo
nuevas vidas. Barbas selváticas, cuernos torcidos, cascos, todos los arreos del
sátiro podrían ser míos. Demasiado tarde he venido al mundo; mi puesto se halla
en el escondrijo sombrío de un bosque, desde el cual satisficiera mi arrebato
espiando la belleza femenina, antes de hacerla gemir de dolor y de gozo.
Por
desgracia otra es mi situación y muy duro mi destino; me viste un grueso sayal
más triste que un sudario; vivo en una celda, y no en medio de árboles
frondosos en un campo libre. Suspiro por un raudal modesto bajo la sombra de
ramajes enlazados y cuya superficie temblorosa señalara el vuelo de las auras.
Diera la vida por ver en la atmósfera matinal y serena un instantáneo vuelo de
palomas, como una guirnalda deshecha. Y en una diáfana mañana, cuando recobran
juventud hasta las ruinas, desechar la última sombra del sueño, turbando con mi
cuerpo el éxtasis del agua, enamorada de los cielos.
Huida
la noche, volviera yo a la vida, cuando el concierto de los pájaros comienza a
llenar el vasto silencio, despertara con más lujo que un déspota oriental,
segador de hombres. Bajo la luz paternal del sol sintiera el júbilo de la
tierra y contemplara el mar, después de haber jadeado escalando un monte. Sufro
por mi estado religioso mayor esclavitud que un presidiario; con
mortificaciones y encierros pago el delito de esta rebosante juventud; aislado,
herido por desolación profunda, resguardo mis sentidos, y niego satisfacción a
mis deseos y hospitalidad a la alegría. El mar palpitante, el viento
incansable, el pensamiento volador exasperan el enojo de mi cautiverio,
recrudecen la tiranía de mi condición, agravan los grillos que me aherrojan.
Debo recatarme de participar en la alegría de la tierra amorosa y robusta;
vestir perpetuo traje de oscuridad, cuando a todas partes la luz, rauda
viajera, lleva su aleluya; reemplazar con rigurosa seriedad la grave sonrisa
que conviene al espectador de la tragicomedia del mundo.
Sabiendo
que el organismo cede con la satisfacción, he de resistirle aunque reproduzca
sus deseos con más furia que la hidra sus cabezas, y merezca por insistente y
por traidor su personificación en Satán torvo y enrojecido. No se calma este
ardor con claustro inaccesible ni con desierto desolado. Con esa abstinencia,
la locura me haría compañero de santos desequilibrados y extáticos. Ni la
penumbra de los templos abrigados me auxilia, porque es tibia como un regazo y
favorable al amor como un escondite. La oración tampoco es defensa porque su
lenguaje es el mismo que para cautivarse emplean los hijos y las hijas de los
hombres. Ni es para alejar del siglo la belleza que resplandece en las efigies:
algunas me recuerdan las mujeres que hubiera podido amar, tienen los mismos
ojos hermosos y tranquilos, la misma cabellera destrenzada sobre las espaldas y
los hombros, y sobre los mismos pies menudos y curiosos debajo del vestido descansa
la estatua soberbia del cuerpo. No es bastante el único refugio que alcanzo a
los pies del hijo de Dios extenuado y sangriento. Más me apacigua comunicándome
su dolor la madre Virgen a los pies del grueso madero.
Llora,
mientras vencida bajo su calcañar, según la lección bíblica, se tuerce la
serpiente perezosa y elástica. Pierden su brutalidad los groseros anhelos, si
atiendo a esos ojos lacrimantes, azules de un azul doliente, como el cielo de
un país de exilio. Sería distinto, si fueran sus ojos negros, como aquellos
otros de brasa infernal, que me han envenenado con su lumbre.
***
Duelo De
Arrabal
En
la pobre vivienda de suelo desnudo, alumbrada con una lámpara mezquina, las
mujeres se congregaron a llorar. Fuertes o extenuados alternativamente, no
cesaban los trémulos sollozos, palabras ahogadas y confusas escapaban de los
pechos sacudidos, gestos de dolor suplicaban a los cielos mudos. En torno de un
pequeño ataúd crecía el clamor y llegaba al delirio; contenía el cuerpo de un
niño arrebatado por la muerte a la vida de arrabal. Hacia un rincón estaban
reunidos en haz los juguetes recién abandonados, junto a los pobres útiles de
industrias femeninas, y, en irónica ofrenda a los pies del Crucifijo, las
medicinas sobre la mesa descubierta. Nobles sacrificios fracasaron en resguardo
de su vida: el consumo del ahorro miserable, los días de zozobra, las noches de
vigilia. Aquel día, cuando la oscuridad prosperaba hasta en el ocaso tinto de
sangrante sol, vino la muerte al amparo de las sombras leves y benignas, con
fría palidez sellando su victoria.
Vino
a aquella mansión, como a otras muchas; un mal tremendo, como aquel que de
orden divina diezma los primogénitos de Egipto, apenas dejó casa pobre sin
luto. Por su influjo tuvieron de cuna el seno de la tierra innumerables niños,
despedidos por coros gemebundos, lamentados con llanto breve y clamoroso, el
llanto de quienes en la-vida-sin-paz tienen peor enemigo que la muerte.
Siguiendo
el general destino de los tristes que, con la urgente pobreza, desconocen el
deleite del recuerdo lloroso, los dolientes de la pobre vivienda, alumbrada con
una lámpara mezquina, también se lamentaron con desesperanza pasajera. Las
voces roncas gimieron hasta la partida del pequeño cadáver; pero el olvido,
ante el esperado afán del día siguiente, hizo invasión con el sosiego de la
primera noche augusta y encendida.