jueves, abril 30, 2015

Georg Trakl, IV

Georg Trakl
(3 de febrero de 1887, en Salzburgo, Austria – 3 de noviembre de 1914, en Cracovia, Polonia)

Tras una infancia serena, que pasó con su hermana menor Gretl (nacida en 1891), aprendiendo música (ambos hermanos tocaban juntos el piano) y literatura, terminó por iniciar una relación incestuosa con su hermana que marcó seriamente el resto de su vida. En 1905 comenzó a trabajar en una farmacia llamada Zum Weißen Engel ("El ángel blanco", cuya denominación parece obedecer a la venta de cocaína, droga entonces legal). El hecho de tener a su alcance diversas sustancias psicotrópicas facilitó el desarrollo de su drogadicción. Se inscribió en la Universidad de Viena donde cursó la carrera de farmacia y obtuvo en 1910 el diploma de Magister Farmaciae (maestro farmacéutico); por ello el servicio militar le destinó a una unidad sanitaria entre 1910 y 1911. Drogadicto y alcohólico como era, padecía frecuentes crisis depresivas. En 1914 fue reclutado para luchar en la Primera Guerra Mundial como oficial médico; su participación en la batalla de Grodek (actual Horodok en la Galitzia Ucraniana) implicó que debiera asistir sin medicinas a heridos graves; esto agravó su depresión, le ocasionó una grave crisis nerviosa y le provocó su primer intento de suicidio, motivo por el que fue internado el 7 de octubre de 1914 en un manicomio de Cracovia; allí escribió uno de sus poemas más conocidos, ("Grodeck"). Se suicidó el 3 de noviembre de 1914 con una sobredosis de cocaína. Su hermana Gretl se suicidó en 1917. 

Su amigo Von Ficker lo describió así:

Siempre se le hacía difícil arreglárselas con el mundo exterior, al tiempo que iba ahondándose cada vez más en el manantial de su creación poética... Bebedor y drogadicto empedernido, jamás le abandonaba su porte noble, de un temple espiritual fuera de lo común; no hay hombre que haya podido verle jamás tambalearse siquiera, o ponerse impertinente cuando bebía, si bien, a horas avanzadas de la noche, su forma de hablar, por lo demás tan delicada y como rondando siempre un mutismo inefable, se endurecía a menudo con el vino de una manera peculiar y, entonces, podía aguzarse en una malicia relampagueante. Pero, por debajo, solía sufrir él más que aquéllos sobre cuyas cabezas descargaba como un rayo la daga de sus palabras en el corro enmudecido, pues en tales momentos padecía de una veracidad tal que le partiera auténticamente el corazón. Por lo demás era un hombre callado, ensimismado, pero en modo alguno reservado; al contrario, sabía entenderse bondadoso y humano como el que más con gente sencilla y franca de cualquier clase social, de la más alta a la más baja, con que tuvieran el corazón "en su sitio", en particular con los niños. Bienes apenas le quedaban, tener libros siempre le pareció superfluo, y acabó "liquidando" por lo que le dieran todo su Dostoievski, al que veneraba fervientemente... Entonces estalló la guerra, y Trakl tuvo que ir al frente en su antiguo puesto de farmacéutico militar con un hospital volante. A Galitzia. Al principio aquello pareció romper el hielo y arrancarle a su pesadumbre. Pero luego, tras la retirada de Grodeck, recibí desde el hospital de plaza de Cracovia, adonde se le había llevado para observación por su estado psíquico, un par de cartas suyas que sonaban como llamadas de socorro de su alma.

Versiones de Helmut Pfeiffer

Quietud y silencio

Pastores enterraron al sol en el desnudo bosque.
Un pescador sacó
en su delicada red a la luna del lago helado.

En el azul cristal
habita el hombre pálido,
la mejilla apoyada en sus estrellas;
o inclina la cabeza en sueño purpúreo.

Siempre inquieta al contemplador
el negro vuelo de los pájaros
que en el azul sagrado de las flores
piensa en el cercano silencio del olvido,
en ángeles extintos.

De nuevo oscurece la frente en rocas lunares;
y radiante surge la hermana
en otoño y negra podredumbre.

*** 

Revelación y caída

Extraños son los caminos nocturnos del hombre. 
Cuando iba sonámbulo por las habitaciones de piedra 
y en cada una ardía un silencioso candil, un candelabro de cobre, 
y cuando preso del frío entré en el lecho, 
reapareció en la cabecera la sombra negra de la extranjera, 
y en silencio oculté mi rostro en las lentas manos. 

El jacinto florecía azul en la ventana 
y llegó al labio púrpura de mi aliento la antigua oración; 
de sus párpados cayeron lágrimas de cristal lloradas por la amargura del mundo. 

En esta hora la muerte de mi padre hizo de mí el hijo blanco. 
En azules sobresaltos bajó de la colina el viento de la noche, 
el oscuro lamento de la madre que moría, 
y vi el negro infierno en mi corazón; minuto de radiante mutismo. 

Suave surgió del muro blanqueado con cal un rostro indescriptible -un joven moribundo-, 
la belleza de una estirpe que regresa a sus padres. 
Blancura de luna, el frío de la piedra envolvió la sien desvelada, 
sonaron los pasos de las sombras sobre erosionadas gradas, 
un rosado tumulto en el pequeño jardín.

Silencioso estaba sentado en una taberna abandonada bajo vigas ahumadas, 
solo ante el vino; 
un cadáver rutilante inclinado sobre la oscuridad 
y un cordero muerto a mis pies. 

De un corrupto azul salió la sombra pálida de mi hermana 
y así habló su boca ensangrentada:
Hiere, espina negra. 

Ah, todavía resuenan las tormentas desatadas en mis brazos plateados. 
Sangre, corre de mis pies lunares, 
floreciendo sobre los senderos nocturnos, 
donde la rata salta gritando. 

Iluminad, estrellas mis arqueadas cejas; 
para que el corazón palpite suave en la noche. 
Irrumpió en la casa una sombra roja con espada flameante, 
huyó con su frente de nieve. 
Oh muerte amarga.

Y una voz oscura habló dentro de mí: 
He roto la nuca a mi caballo negro en el bosque nocturno, 
porque de sus purpúreos ojos brotaba la demencia; 
las sombras de los olmos, la risa azul del manantial 
y la frescura negra de la noche cayeron sobre mí 
cuando levanté como cazador salvaje una lanza de nieve. 

En un infierno de piedra murió mi rostro. 
Cayó brillando una gota de sangre en el vino del solitario; 
y cuando lo bebí sabía más amargo que la adormidera. 
Una nube profunda envolvió mi cabeza, 
las lágrimas de cristal de ángeles condenados. 

Delicadamente fluyó la sangre de la plateada herida de la hermana 
y una lluvia de fuego cayó sobre mí.
Por el lindero del bosque deseaba caminar, 
como alguien sombrío que ha dejado caer de sus mudas manos el velo solar, 
y al atravesar llorando la colina de la tarde levanta los párpados hacia la ciudad de piedra; 
como un animal que se siente tranquilo en la paz del viejo árbol; 
oh, esta cabeza inquieta acechando en la penumbra, 
esos pasos que corren dudosos buscando la nube azul en la colina, 
persiguiendo también implacables constelaciones. 

A un lado escolta el corzo la siembra verde, 
silenciosa compañía de los musgosos caminos del bosque. 
Las cabañas de los campesinos se han cerrado en su mutismo, 
y atemoriza en la negra calma del viento la queja azul del torrente.

Pero cuando descendí por el sendero de piedras, 
me asaltó la locura y grité fuerte en la noche; 
y cuando con mis dedos plateados me incliné sobre las aguas silenciosas 
vi que mi rostro me había abandonado. 
Y la voz blanca me dijo: ¡Mátate! 

Con un suspiro se levantó en mí la sombra de un niño 
y me observó radiante con ojos cristalinos: 
entonces caí llorando bajo los árboles
y la poderosa bóveda de estrellas.

Sobresaltado caminar por el caótico sendero de piedras, 
lejano de los caseríos de la tarde, 
viendo rebaños que regresan; 
en la distancia pasta el sol del ocaso en la pradera de cristal 
y su canto salvaje es conmovedor; 
el solitario grito del pájaro extraviándose en la paz azul.

Pero dulcemente vienes tú en la noche, 
mientras yo vigilo sobre la colina 
o cuando el delirio se desata en la tempestad de la primavera, 
y con nubes cada vez más sombrías vela mi cabeza muerta la tristeza. 
Mi alma nocturna es horrorizada por fantasmales relámpagos; 
tus manos desgarradoras se ensañan sobre mi pecho de aliento entrecortado.

Cuando penetré en la penumbra del jardín 
y se había apartado de mí la negra presencia del mal, 
me rodeó la calma del jacinto de la noche; 
y atravesé el estanque apacible en una barca ondulada 
mientras una dulce paz conmovió mi frente de piedra. 

Atónito descansé bajo los viejos sauces 
y estaba el cielo azul muy alto colmado de estrellas; 
y cuando me perdí en su contemplación 
murieron la angustia y el dolor en lo más profundo de mí; 
y la sombra azul del niño se levantó radiante en la oscuridad, dulce canto. 

Entonces se elevó con alas de luna sobre el verdor de las cimas, 
por encima de los peñascos cristalinos, 
la blanca imagen de la hermana.
Con plantas plateadas descendí los espinosos escalones 
y entré en la alcoba blanqueada con cal. 

Ardía allí un candil silencioso 
y escondí calladamente mi cabeza en las sábanas purpúreas; 
y la tierra arrojó un cadáver infantil, 
una figura lunar que salió lentamente de mi sombra, 
precipitándose con los brazos quebrados de piedra en piedra, 
cayendo como nieve en copos.