Sylvia Plath
(Boston, 27 de
octubre de 1932 - Londres, 11 de febrero de 1963)
Fue una escritora
estadounidense especialmente conocida como poeta. En su primer año en la universidad de Smith
College, Plath realizó el primero de sus intentos de suicidio. Esto lo detalló
más tarde en su novela semiautobiográfica <La Campana De Cristal> (The
Bell Jar). Fue tratada en una
institución psiquiátrica (Hospital McLean) y pareció recuperarse
aceptablemente, tras lo que se graduó con honores, en 1955. El 11 de febrero de
1963, enferma y con poco dinero, Plath se suicidó asfixiándose con gas. Aunque
durante mucho tiempo se consideró que sus repetidas depresiones e intentos de
suicidio se debieron a la muerte de su padre cuando ella contaba con nueve
años, pérdida que nunca logró superar, hoy se cree que padecía trastorno
bipolar, trastorno psicológico que actualmente se trata con medicación. Fue la
primera poeta en recibir, post-mortem, el Premio Pulitzer por el conjunto de su
obra. Su hijo Nicholas Hughes Plath fue
un hombre solitario; se refugió en la privacidad de Alaska como profesor en la
Universidad de Alaska Fairbanks. Maníaco-depresivo y solitario, nunca se casó
ni tuvo hijos, y el 16 de marzo de 2009 se suicidó en Alaska. Sylvia fue una
morbosa amante de la perfección. Sylvia comprobó en su condición humana, el
mayor y más cruel impedimento para aquella correspondencia perfecta que quería
plasmar entre la vida real y sus poemas. Y se volvió contra ella misma hasta
finalmente destruirse. “El no ser perfecta, me hiere”, escribió Sylvia Plath en
su Diario en 1957
Versiones de
Jesús Pardo
Hongos
De noche, muy
blancos, discretos,
muy silenciosos
nuestros pies,
nuestras
narices captan
la tierra, el aire.
Nadie nos ve,
para, traiciona;
los granos abren
paso, los puños
púas apartan
y hojas tupidas,
incluso alfombras.
Mallos, arrietes,
sordos y ciegos,
del todo mudos,
agrandan grietas,
sondean huecos.
De agua vivimos,
de migas de aire,
suaves pedimos:
o todo o nada.
¡Somos tantísimos!
¡Somos tantísimos!
Somos estantes,
mesas, muy dóciles
y comestibles,
entrometidos
involuntarios.
Somos fecundos:
mañana el mundo
será ya nuestro:
ya os avisamos.
***
Otoño De Ranas
El verano envejece,
madre fría,
y los insectos son
raros y escuálidos.
En este hogar
palustre solamente
graznamos, nos
ajamos.
Las mañanas se van
en somnolencia.
El sol tardíamente
nos alumbra
entre cañas sin
nervio. Moscas fáltanos.
El helecho se
muere.
La helada hasta la
araña envuelve.
Cierto que el dios
de la abundancia
por aquí anda.
Nuestra gente
adelgaza, da pena.
***
Metáforas
Adivíname: nueve
sílabas
tengo, elefante,
casa grande,
melón con sólo dos
tentáculos.
¡Oh fruta, marfil, leño fino!
Dinero nuevo en
este bolso.
Soy medio, escena,
vaca grávida.
Comí muchas
manzanas verdes.
Del tren en que voy
nadie baja.
***
Solterona
Esta chica de quien
hablamos
en un paseo de
abril ceremonioso
con su último
pretendiente
súbitamente se
asombró muchísimo
del charlar de los
pájaros
y las hojas caídas.
Así, afligida, ella
vio que los
ademanes de su amante
agitaban el aire y
se irritó
entre el caos de
flores y de helechos
acres. Juzgó los
pétalos
confusos, la
estación ajada.
¡Cómo deseó el
invierno!
Austeramente, en
orden minucioso
de blanco y negro
de hielo y roca,
todo deslindado,
de corazón a fría
disciplina
sometió, exacto
cual copo de nieve.
Pero he aquí: un
capullo
de sus cinco
sentidos de gran dama
una grosera
confusión deduce:
traición
intolerable. Que el idiota
se rinda al caos de
la primavera:
prefirió retirarse.
Y rodeó su casa
de alambradas y
muros impasables
contra el tiempo
rebelde
tanto que nadie lo
rompiera
con maldiciones,
puños, amenazas,
ni con amor
tampoco.
***
Carta De Amor
No es fácil
expresar lo que has cambiado.
Si ahora estoy viva
entonces muerta he estado,
aunque, como una
piedra, sin saberlo,
quieta en mi sitio,
mi hábito siguiendo.
No me moviste un ápice,
tampoco
me dejaste hacia el
cielo alzar los ojos
en paz, sin
esperanza, por supuesto,
de asir los astros
o el azul con ellos.
No fue eso. Dormí:
una serpiente
como una roca entre
las rocas hiende
el intervalo del
invierno blanco,
cual mis vecinos,
nunca disfrutando
del millón de
mejillas cinceladas
que a cada instante
para fundir se alzan
las mías de
basalto. Como ángeles
que lloran por la
gente tonta, hacen
lágrimas que se
congelan. Los muertos
tenían yelmos
helados. No les creo.
Me dormí como un
dedo curvo yace.
Lo primero que vi
fue puro aire
y gotas que se
alzaban de un rocío
límpidas como
espíritus. y miro
densas y mudas
piedras en torno a mí,
sin comprender.
Reluzco y me deshojo
como mica que a sí
misma se escancie,
igual que un
líquido entre patas de ave,
entre tallos de
planta. Mas no pienses
que me engañaste,
eras transparente.
Árbol y piedra
nítidos, sin sombras.
Mi dedo, cual
cristal de luz sonora.
Yo florecía como
rama en marzo:
una pierna y un
brazo y otro brazo.
De piedra a nube
iba yo ascendiendo.
A una especie de
dios ya me asemejo,
hiende el aire la
veste de mi alma
cual pura hoja de
hielo. Es una dádiva.
***
Escayola
¡Nunca me liberaré
de esto! Ahora soy dos personas:
ésta, completamente
blanca, y la antigua, amarilla,
y la blanca es, sin
duda, la más importante.
No necesita
alimentos, es, ciertamente, uno de los santos
indudables. Al
principio la odiaba, carecía de lógica propia.
Se pasaba los días
en la cama conmigo, igual que un cadáver,
y yo me asustaba,
pues su forma era idéntica a la mía,
aunque mucho más
blanca, e irrompible, y jamás se quejaba.
Era tan fría que me
tuvo despierta una semana.
Yo le echaba la
culpa de todo, pero ella jamás respondía.
¡Qué ridícula conducta,
yo no la entendía! Pero ella
guardaba silencio.
La pegaba, pero no se movía,
pacifista sincera,
y entonces me dije que deseaba mi amor:
comenzó a ser más
cálida, y vi entonces sus muchas virtudes.
Sin mí no
existiría, por eso me mostraba cariño.
Yo le daba alma,
florecía de ella cual rosa
florece de un
jarrón de porcelana barata,
era yo quien
brillaba, no ella con su pulcra blancura,
como había pensado
al principio. Yo entonces
la protegía un poco
y ella estaba encantada, era claro
que su mente de
esclava la regía.
Yo aceptaba su
culto y a ella le encantaba.
Matinal,
despertábame del sol al reflejo. En su torso
sorprendentemente
albo lucía su pulcra
nitidez, y su calma
y su dura paciencia:
mimaba mis
debilidades como experta enfermera,
poniendo mis huesos
en su sitio, para que se curasen.
Y, así, nuestro
vínculo se volvió más firme.
Fue dejando de
venirme tan justa, empezó a separárseme.
Yo notaba sus
críticas a pesar de mí misma,
como si mis
costumbres la ofendiesen de alguna manera.
Dejaba pasar las
corrientes y volvióse distraída y lejana.
Y la piel me
escocía y se me iba pedazo a pedazo
sólo porque ella me
cuidaba con tanto desvío.
Vi por fin el
misterio: se creía inmortal.
Quería dejarme, se
pensaba superior a mí en todo.
¡Y yo que la tenía
a oscuras, apilando rencores,
malgastando sus
días al servicio de un semicadáver!
En secreto empezó a
desearme la muerte. Y entonces
podría cubrirme la
boca y los ojos, del todo cubrirme,
y llevar mi rostro
pintado como funda de momia
con la faz faraónica,
aunque fuera de barro y de agua.
Y yo no podía
arrojarla de mí, se apoyaba
en mí tanto tiempo
que me estaba volviendo inmóvil,
habiendo olvidado
la manera de andar o sentarme,
por eso cuidaba yo
mucho de nunca ofenderla
o jactarme
imprudente de mi cierta venganza.
Esta convivencia
era igual que vivir con mi tumba:
yo dependía de
ella, aunque muy contra mi voluntad.
Solía pensar que
podríamos vivir muy bien juntas,
tan unidas
estábamos que pudieran pensarnos casadas.
Pero ahora
comprendo que no coexistíamos, que ella
sería una santa y
yo fea e hirsuta, más tarde o temprano
tales diferencias
caerían vanas, pues yo recobraba mi fuerza
y un día podría
vivir sin su apoyo y entonces
su cáscara vacía y
muriente lloraría mi ausencia.